Emaús y nosotros: Scott Hahn reflexiona sobre el 3º Domingo de Pascua

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EmaúsLecturas:
Hechos 2, 14.22–28
Salmo 16, 1–2.5.7–11
1 Pedro 1, 17–21
Lucas 24, 13–35


Deberíamos ponernos en los zapatos de los discípulos que nos describe el Evangelio de hoy. Van por el camino tristes y cabizbajos, incapaces de comprender todo lo que había ocurrido.

Ellos saben lo que habían visto: un profeta grande en obras y palabras. Saben lo que esperaban de él: que sería el redentor de Israel. Pero no saben cómo interpretar su muerte violenta a manos de sus gobernantes.

Ni siquiera pueden reconocer a Jesús cuando se les acerca para caminar con ellos. Parece un extranjero más de los que visitan Jerusalén para la Pascua.

Llama la atención que Jesús no revela su identidad hasta que ellos describen cómo algunos de los discípulos encontraron la tumba vacía, “pero a Él no lo vieron”. Lo mismo pasa con nosotros. Si Él no se nos revelara, lo único que veríamos sería una tumba vacía y una muerte sin sentido.

¿Cómo se da a conocer Jesús en Emaús? Primero, interpreta “todas las Escrituras” que se refieren a Él. En la primera lectura y en la epístola de hoy, también Pedro abre las Escrituras para proclamar el significado de la muerte de Cristo, de acuerdo con el plan preparado por el Padre desde antes de la creación del mundo.

Jesús es descrito como el nuevo Moisés y el nuevo Cordero Pascual. Él es Aquel de quien David cantó en el salmo de hoy, cuya alma no fue abandonada a la corrupción; antes bien a ella le fue enseñado el camino de la vida.

Jesús, después de explicar las Escrituras, estando sentado a la mesa, tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio a su discípulos; exactamente lo que había hecho en la Última Cena (cf. Lc 22, 14-20).

En cada Eucaristía reconstruimos la escena de aquel domingo de pascua en Emaús. Jesús se nos revela en nuestra jornada. Nos habla al corazón por medio de las Escrituras. Después, en la mesa del altar, en la persona del sacerdote, parte el pan.

Los discípulos le rogaron: “quédate con nosotros”. Y Él se quedó. En la Eucaristía, a pesar de que ya no lo vemos – como en Emaús- lo reconocemos al partir el pan.