En medio de la tormenta: Scott Hahn reflexiona sobre el 12º Domingo de Tiempo Ordinario

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La tormenta en el mar de GalileaLecturas:
Job 38,1, 8-11
Salmo 107, 23-26, 28-31
2 Corintios 5,14-17
Marcos 4,35-41


“¿Por qué no tienen fe?” La pre­gunta que hace Nuestro Señor en el Evangelio de hoy sirve como marco de referencia para las misas domini­cales del resto del año litúrgico, en el periodo que la Iglesia llama ”Tiempo Ordinario”.

En las semanas que vienen, la liturgia de la Iglesia nos invitará a peregrinar con Jesús y sus discípulos, reviviendo la experiencia que ellos tuvieron de sus palabras y obras. De este modo, nos ayudará a conocerle y creer en Él, como ellos lo hicieron.

Constatemos que el salmo de hoy prácticamente nos da un resumen del Evangelio. Habla de marineros sorprendidos por una tormenta que, en su desesperación, claman al Señor y Él los rescata.

Y en el Evangelio que hoy nos narra Marcos, escuchamos un eco de la historia del profeta Jonás. Él también dormía en un barco cuando una fuerte tormenta asustó a sus compañeros ; ellos oraron para librarse del peligro y, poco después, expresaron su admiración cuando la tormenta se apaciguó (cfr. Jon 1,3-16).

Sin embargo, Jesús es mucho más grande que Jonás (cfr. Mt 12, 41). San Marcos quiere que entendamos, como los apóstoles, que sólo Dios tiene el poder de amonestar el viento y el mar (cfr. Is 50,2; Sal 18,16). Esa es la idea principal de la primera lectura de hoy.

Si hasta el viento y el mar obedecen a Cristo, ¿no debemos confiar en Él cuando nuestra vida sea amenazada por tormentas y dificultades?

Como lo hizo con los apóstoles, el Señor nos invita a cruzar al otro lado, a dejar nuestra vieja manera de vivir para navegar con Él en el pequeño barco que es la Iglesia.

Pedro y los otros, asustados, claman a Él: “¡Maestro!”. Así nos enseñan que solamente la fe en su enseñanza nos puede salvar. Debemos poner nuestra confianza en Cristo y ser confiados como Él, quien pudo dormir en la tormenta, seguro de que Dios estaba a su lado (cfr. Sal 116,6 ; Rm 8,31).

Debemos agradecer continuamente nuestra salvación—como dice la epístola de hoy—viviendo ya no para nosotros, sino para Aquel que murió por nosotros.