La fe de una extranjera: Scott Hahn reflexiona sobre el 20º Domingo de Tiempo Ordinario

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Cristo y la mujer cananea
Lecturas:
Isaías 56,1.6–7
Salmo 67,2–3.5.6.8
Romanos 11,13–15. 29–32
Mateo 15, 21–28


La mayoría de nosotros somos extranjeros, los no israelitas sobre quienes profetiza la primera lectura de esta semana.

Al venir a adorar al Dios de Israel, nos situamos en la línea de fe personificada por la mujer cananea en el Evangelio de esta semana. Al llamar a Jesús Señor, e hijo de David, esta extranjera muestra su gran fe en la alianza de Dios con Israel.

Jesús prueba tres veces su fe. Se niega a responder a su grito. Después le dice que su misión está destinada sólo a los israelitas. Finalmente utiliza la palabra “perro”, una expresión utilizada para menospreciar a los no israelitas (cf. Mt 7,6).

Sin embargo ella persiste en creer que sólo Él ofrece la salvación.

En este drama familiar vemos cumplida la profecía de Isaías y la promesa de la que cantamos en el salmo de este domingo. En Jesús, Dios da a conocer a todas las naciones su camino y su salvación (cf. Jn 14,6).

Al comienzo de la historia de la salvación, Dios llamó a Abraham (cf. Gn 12,2). Él escogió a su descendencia, Israel, de entre todas las naciones que había sobre la faz de la tierra, para construir el reino de su alianza (cf. Dt 7,6–8; Is 41,8).

En el plan de Dios, Abraham había de ser el padre de muchas naciones (cf. Rm 4,16–17). Israel había de ser el primogénito de una familia de Dios extendida por todo el mundo, conformada por todos aquellos que creen en lo que la cananea profesa: que Jesús es el Señor (cf. Ex 4,22–23; Rm 5,13–21).

Jesús vino en primer lugar para restaurar el reino de Israel (cf. Hch 1,6; 13,46). Pero su misión última era la reconciliación del mundo, como San Pablo declara en la epístola de este domingo.

En la Misa nos unimos a todos los pueblos para rendirle homenaje. Como Isaías había predicho, venimos a su monte santo, la Jerusalén celestial, para ofrecer sacrificios en su altar (cf. Hb 12,22–24.28). Con la mujer cananea, tomamos nuestro lugar en la mesa del Señor para ser alimentados como sus hijos.