Nuevo Por Todos Los Siglos: Scott Hahn reflexiona sobre el 5º Domingo de Pascua

Basílica de San PedroLecturas:
Hechos 14, 21-27
Salmo 145, 8-13
Apocalipsis 21, 1-5
Juan 13, 31-35


Por la bondad y compasión de Dios, las puertas de su Reino han sido abiertas a todos aquellos que tengan fe, ya sean judíos o gentiles.

Esa es la buena noticia que Pablo y Bernabé proclaman en la primera lectura de hoy. Con el advenimiento de la Iglesia—la Nueva Jerusalén que Juan ve en la segunda lectura—, Dios está “haciendo nuevas todas las cosas”.

En su Iglesia el “antiguo orden” de muerte pasa y Dios hace su morada para siempre entre los hombres, de modo que todos los pueblos “serán su pueblo y Dios mismo estará siempre con ellos”. Así, se cumplen las promesas que Él hizo mediante sus profetas (cfr. Ez 37,27; Is 25,8; 35,10).

La Iglesia es el “reinado por los siglos” del que cantamos en el salmo de este día. Por eso vemos a los Apóstoles, guiados por el Espíritu, ordenando “presbíteros” o sacerdotes (cfr. 1 Tm 4,14; Tt 1,5).

Los sacerdotes y obispos ungidos serán los sucesores de los Apóstoles y asegurarán que el dominio de la Iglesia permanezca “por todas las generaciones” (cfr. Fil 1,1; es notable que la New American Bible traduce la palabra “epíscopos”, como “supervisores”, igual a la Biblia de Jerusalén, que hace una distinción entre estos y nuestros obispos).

Hasta el fin de los tiempos, la Iglesia proclamará al mundo las grandes proezas de Dios, bendiciendo su santo nombre y dándole gracias, cantando las glorias de su reino.

En su Iglesia nos reconocemos como sus “fieles”, como aquellos a quienes Jesús llama “hijitos míos” en el Evangelio de hoy. Vivimos por la nueva ley, por el “nuevo mandamiento” que Él nos dio en sus últimas horas.

El amor que nos manda practicar no es humano sino sobrenatural. Nos amamos unos a otros como Jesús nos amó, sufriendo y muriendo por nosotros. Al amar imitamos su amor.

Esta clase de amor sólo es posible por el Espíritu que fue derramado en nuestros corazones el día de nuestro bautismo (cfr. Rm 5,5), y se renueva en el sacrificio que sus sacerdotes ofrecen en cada misa. Por nuestro amor glorificamos al Padre. Y por nuestro amor todos los pueblos sabrán que nosotros somos su pueblo, que Él es nuestro Dios.