Tomad y comed: Scott Hahn reflexiona sobre el 19º Domingo de Tiempo Ordinario

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Elías en el desiertoLecturas:
1 Reyes 19, 4-8
Salmo 34, 2-9
Efesios 4, 30-5, 2
Juan 6, 41-51


Algunas veces nos sentimos como el profeta Elías que describe la primera lectura de este domingo. Queremos echarnos al suelo y morir, conscientes de nuestros fracasos, cuando parece que no avanzamos en el cumplimiento de la voluntad de Dios para nuestra vida.

Podemos sentir la tentación de desesperarnos, como el profeta durante su caminata por el desierto; o la de “murmurar” contra Dios como los israelitas, durante sus cuarenta años en el desierto (Cfr. Ex 16, 2,7,8; 1 Co 10,10).

En el Evangelio de este domingo se usa la misma palabra, “murmurar”, para describir cómo la muchedumbre muestra la misma dureza de corazón que tuvo Israel en el desierto.

Jesús les dice que las profecías se cumplen en Él; que Dios mismo es quien está enseñándoles, pero no lo creen. Únicamente perciben su carne. Tan solo ven que es el “hijo de José y María”.

Sin embargo si somos creyentes, si le buscamos en nuestras aflicciones, Él nos liberará de nuestros temores, como cantamos en el salmo de este domingo.

Sobre el altar, en cada Eucaristía, el ángel del Señor – el Señor mismo- (Cfr. Ex 3 1-2), nos toca como tocó a Elías. Él nos manda tomar y comer su Cuerpo, entregado por la vida del mundo (Cfr. Mt 26, 26; Jn 6, 51).

Dios nos permite saborear este don celestial (Cfr. Hb 6, 4-5), pero con él nos manda levantarnos y continuar el camino que empezamos en el bautismo hacia el monte de Dios, hacia el reino de los cielos.

Él nos dará el pan de vida, la fuerza y gracia que necesitamos, así como alimentó a nuestros antepasados espirituales en descampado, o a Elías en el desierto.

Por tanto, no causemos tristeza al Espíritu Santo, como dice San Pablo en la epístola de hoy, haciendo otra referencia a la experiencia de Israel en el desierto (Cfr. Is 63, 10).

Digámosle a Dios, como Elías: “toma mi vida”. Pero no como quien quiere morir, sino como quien quiere darse en sacrificio, amándolo como Él nos ha amado, tanto en la cruz como en la Eucaristía.