Lecturas:
Ezequiel 2, 2-5
Salmo 123, 1-4
2 Corintios 12, 7-10
Marcos 6, 1-6
En los evangelios de los últimos domingos hemos sido testigos, junto a los apóstoles, del poder de Jesús, quien es capaz de mandar al viento y al mar, y de levantar una muchacha que estaba muerta.
Sin embargo, parecería que no puede mostrar ese poder en Nazaret, su lugar de origen. El evangelio de este domingo lo dice claramente: “No pudo hacer allí ningún milagro” (Mc 6, 5).
¿Por qué no pudo? Por la falta de fe de la gente. Ellos reconocieron la sabiduría de sus palabras y el poder manifiesto en sus milagros. Sin embargo, se negaron a reconocerle El como Profeta, como mensajero enviado por Dios.
Tan sólo alcanzaban a ver cuan parecido a ellos era “ese hombre”: un carpintero, el hijo de su vecina, María, con hermanos y hermanas.
Por supuesto, María fue siempre virgen y no tuvo otros hijos. El evangelio se refiere a “los hermanos de Jesús” como San Pablo hablaba de todos los Israelitas como sus hermanos, los hijos de Abraham (Rm 9, 3.7).
Ese es también el mensaje del evangelio de hoy. Como el profeta Ezequiel de la primera lectura, Jesús fue enviado por Dios a la rebelde casa de Israel, donde se encontró con sus propios hermanos y hermanas, cerrados de corazón y en actitud de rebeldía con Dios.
El siervo no está por encima de su Señor (cfr. Mt 10, 24). Como sus discípulos, nosotros también tenemos que enfrentar las burlas y el desprecio de los que nos habla el salmo de hoy. Y, ¿acaso no es –algunas veces- más difícil vivir la fe en nuestras propias familias, entre los que piensan que realmente nos conocen y nos identifican con el hombre viejo que éramos antes de haber elegido a Cristo?
Como San Pablo confiesa en la epístola de hoy, Dios nos enseña a confiar solamente en su gracia cuando permite que caigan sobre nosotros insultos y pruebas.
Jesús no hará grandes cosas en nuestras vidas, si no nos abandonamos a El en fe.
Dichosos los que no encuentren en El motivo de escándalo (cfr. Lc 7, 23) Tenemos que mirarle con ojos de siervos, sabiendo que el hijo de María es también el Señor sentado en el trono del cielo.