Lecturas:
1 Samuel 26,2.7-9.12-13.22-23
Salmo 103,1-4.8.10.12-13
1 Corintios 15,45-49
Lucas 6,27-35
La historia de David y Saúl que aparece en la primera lectura de hoy sirve casi como una parábola. David, al mostrar misericordia de su enemigo mortal, da un ejemplo concreto del estilo de vida que Jesús espera de sus discípulos.
La nueva ley que Jesús da en el Evangelio de este domingo tendría que convertirnos en nuevos “Davides” que amen a sus enemigos, hagan el bien a quienes les amenazan, y den prestado a quienes no les pueden pagar.
La Antigua Ley solamente exigía a los Israelitas amar a sus compatriotas (cfr. Lv 19,18). La nueva ley que Jesús trae nos hace familiares de todos los hombres y mujeres (cfr. Lc 10, 29-36). Su reino no es de una tribu o nación. Es una familia. Como seguidores de Jesús, debemos vivir como Él vivió entre nosotros: como “hijos del Altísimo” (Lc 6,35; 1,35).
Como hijos e hijas, debemos andar los caminos de nuestro Padre celestial; debemos ser misericordiosos como nuestro “Padre es misericordioso”. Agradecidos por su misericordia, estamos llamados a perdonar las ofensas de los demás, pues Dios ha perdonado las nuestras.
En el contexto de la liturgia de hoy, todos somos “Saúles”: por nuestra maldad y orgullo nos hacemos enemigos de Dios. Sin embargo, nos hemos librado de una muerte que seguramente merecíamos porque Dios ha amado y ha mostrado su misericordia a sus enemigos, los ingratos y malvados, como dice Jesús.
Jesús nos mostró su amor en su Pasión, perdonando a sus enemigos mientras lo despojaban de sus vestiduras, lo maldecían y golpeaban en la mejilla condenándolo a muerte en la cruz (cfr. Lc 22, 63-65; 23,34).
“Él rescata tu vida de la destrucción”, nos recuerda David en el salmo de hoy.
Esa es también la promesa que aparece en la epístola de este domingo: Que los que creemos en el “último Adán”, Jesús, resucitaremos a semejanza suya. Mientras tanto, nos parecemos al “primer Adán”, que con su pecado se hizo enemigo de Dios e introdujo la muerte en el mundo (cfr. 1 Co 15, 21-22).