Lecturas:
Hechos 7, 55–60
Salmo 97,1–2.6–7.9
Apocalipsis 22,12–14.16–17.20
Juan 17,20–26
Jesús ora por nosotros en el Evangelio de hoy. Somos aquellos que han llegado a creer en Él mediante la Palabra de los Apóstoles, transmitida en su Iglesia.
Jesús mostró a su gloria a los Apóstoles, les dio a conocer el nombre del Padre y les mostró el amor que nos tiene desde “antes de la creación del mundo”. Reveló que Él y el Padre son uno (cfr. Jn 14,9).
Cristo es el “primero y el último” (cfr. Is 44,6), él es el retoño de David (cfr. Is 11,10; 2 S 7,12), como declara la segunda lectura de este día.
Rodeado de nubes y oscuridad, como lo estuvo Dios en el Sinaí (cfr. Ex 19,16), Él es “el rey… el Altísimo sobre toda la tierra”, como cantamos en el salmo de hoy.
Exaltado a la derecha del Padre—tal y como Esteban lo ve en la primera lectura—, el Señor nos llama mediante la Iglesia, su Esposa.
Nos llama al “árbol de la vida”, a la comunión con Dios. Esa es la meta de su amor, su plan de salvación desde toda la eternidad: que cada uno de nosotros entre en la vida de la Santísima Trinidad y sea “perfectamente uno” con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
La historia de Esteban, el primer mártir, nos muestra cómo debemos responder a la llamada de Cristo.
Escuchemos los ecos de la crucifixión: Esteban, como Jesús, ve al Hijo del Hombre en gloria y muere con palabras de perdón y auto oblación en sus labios (comparen Hch 7,56–60 con Mt 26,64–65 y Lc 23, 24.46).
También nosotros debemos encomendar nuestros espíritus al Padre. Debemos orar y ofrecer amorosamente nuestras vidas por nuestros hermanos, mientras esperamos su regreso y su juicio. Renovamos nuestros votos en cada misa cuando pasemos adelante para recibir de Cristo el don de su vida.
Respondemos a su llamada exclamando con nuestro propio: “¡Amén! ¡Ven Señor Jesús!”.
Y en nuestra comunión respondemos a la oración de nuestro Señor: “Que ellos sean uno, así como tú y yo, Padre, somos uno”.