Lecturas:
Ezequiel 37,12–14
Salmo 130,1–8
Romanos 8,8–11
Juan 11,1–45
Mientras nos acercamos al final de la Cuaresma, el Evangelio de hoy claramente tiene en vista la futura pasión y la muerte de Jesús.
Por ello Juan nos da detalles sobre la hermana de Lázaro, María, quien ungió al Señor en preparación para su sepultura (cf. Jn 12,3-7). Sus discípulos le advierten que no debe volver a Judea; Tomás incluso predice que ellos “morirán con Él” si regresan.
Cuando Lázaro es resucitado, Juan se fija en la piedra removida, en los lienzos y el sudario; todos los detalles que después notará en la tumba vacía de Jesús (cf. Jn 20,1.6.7).
Como el ciego de quien hablaban las lecturas de la semana pasada, Lázaro representa a toda la humanidad, al “muerto”, que refiere a todos aquellos a quienes Jesús ama y quiere liberar de las ataduras del pecado y de la muerte.
Juan incluso recuerda al ciego en su narración de hoy (cf. Jn 11,37). Como sucedió con el ciego de nacimiento, Jesús utiliza la muerte de Lázaro para revelar “la gloria de Dios” (cf. Jn 9,3). Y también, como la semana pasada, las palabras y hazañas de Jesús le dan la vista a los que creen (cf. Jn 11,40).
Si creemos, veremos que Jesús nos ama a cada uno como amó a Lázaro y que nos llama de la muerte a la nueva vida.
Jesús ha cumplido, por su resurrección, la promesa que hace Ezequiel en la primera lectura de hoy. Él ha abierto los sepulcros para que nos podamos levantar; ha puesto en nosotros su Espíritu para que podamos vivir. Sobre ese Espíritu escribe San Pablo en la epístola de este día, el mismo que resucitó a Jesús de entre los muertos y que nos dará vida a quienes una vez estuvimos muertos en el pecado.
La fe es la clave. Si creemos como Marta en el Evangelio de hoy –que Jesús es la resurrección y la vida- incluso si morimos, viviremos.
“Lo he prometido y lo haré”, nos asegura el Padre en la primera lectura. Debemos confiar en su Palabra que nos dice que en Él está la salvación y el perdón, como cantamos en el salmo de hoy