Lecturas:
Génesis 9, 8-15;
Salmo 25, 4-9;
1 Pedro 3, 18-22;
Marcos 1, 12-15
La cuaresma nos invita a regresar a la inocencia del bautismo.
En la epístola de este domingo, San Pedro nos recuerda que, así como Noé y su familia fueron preservados de las aguas del diluvio, también nosotros somos salvados por las aguas del bautismo.
El pacto de Dios con Noé, que leemos en la primera lectura, marcó el inicio de un nuevo mundo; más aún, prefiguró una nueva y más importante alianza entre el Creador y su creación (cf. Os 2,20; Is 11,1-9).
En el evangelio podemos ver el comienzo de esta Nueva Alianza y esta nueva creación. Jesús es presentado como el nuevo Adán – el hijo amado de Dios (cf. Mc 1, 11; Lc 3, 38), que vive en armonía con las bestias salvajes y es servido por los ángeles (cf. Gn 2, 19-20; Ez 28, 12-14).
Jesús es tentado por el diablo, al igual que Adán. Sin embargo, a diferencia de éste, que con su caída provocó el dominio del pecado y de la muerte en el mundo (cf. Rm 5,12-14,17-20), Cristo vence a Satanás.
En esto consiste la Buena Nueva, el “evangelio de Dios” que Él proclama. Por su muerte, resurrección y entronización a la diestra del Padre, el mundo se vuelve otra vez reino de Dios.
En las aguas del Bautismo, cada uno de nosotros entró en el reino del Hijo Amado de Dios (cf. Col 1, 13-14). Por medio de él fuimos hechos hijos de Dios, criaturas nuevas (cf. 2 Co 5,7; Ga 4, 3-7).
Sin embargo, como Jesús, e Israel antes que Él, hemos sido bautizados sólo para ser conducidos al desierto: a un mundo lleno de aflicciones y pruebas para nuestra fidelidad (cf. 1 Co 10,1-4,9,13; Dt 8, 2,16).
En esta peregrinación – purificación Jesús es nuestro guía. Él es el Salvador, el Camino y la Verdad que cantamos en el salmo de este domingo (cf. Jn 14,6).
Nos da el pan de los ángeles (cf. Sal 78,25; Sb 16,20) y lava nuestras culpas en el sacramento de reconciliación. Por tanto, comencemos este tiempo santo renovando nuestros votos bautismales arrepintiéndonos y creyendo el evangelio.