Lecturas:
Isaías 50,4–7
Salmo 22,8–9, 17–20, 23–24
Filipenses 2,6–11
Marcos 14, 1–15, 47
“Ha llegado a su cumplimiento lo que está escrito de mí”, nos dice Jesús en el Evangelio de hoy (cfr. Lc 22,37).
De hecho, hemos alcanzado el clímax del año litúrgico, el punto más elevado de la historia de la salvación, en el que se cumple todo aquello que había sido anticipado y prometido.
Al terminar el extenso Evangelio del día de hoy, la obra de nuestra redención quedará completa. La nueva alianza será escrita con la sangre de su Cuerpo quebrantado que cuelga de la cruz, en el sitio llamado “la Calavera”.
En su Pasión, Jesús es “contado entre los malhechores”, como Isaías lo había predicho (cfr. Is 53,12). Es revelado definitivamente como el Siervo Sufriente anunciado por el profeta; el Mesías tan esperado cuyas palabras de fe y obediencia se escuchan en la primera lectura y el salmo de hoy.
Las burlas y tormentos que escuchamos en estas dos lecturas marcan el paso del Evangelio en que Jesús, que es golpeado y mofado (cfr. Lc 22,63–65; 23,10.11.16), y cuyas manos y pies son taladrados (cfr. Lc 23,33), mientras sus enemigos se juegan sus vestiduras (cfr. Lc 23,34) y es retado tres veces a probar su divinidad librándose del sufrimiento (cfr. Lc 23,35.37.39).
Permanece fiel a la voluntad de Dios hasta el final; no retrocede ante su prueba. Se entrega libremente a sus torturadores, confiado en lo que nos dice la primera lectura de hoy: “el Señor es mi ayuda…no quedaré avergonzado”.
Nosotros, hijos de Adán destinados al pecado y a la muerte, hemos sido liberados para la santidad y la vida mediante la obediencia perfecta de Cristo a la voluntad del Padre (cfr. Rm 5,12–14.17.19; Ef 2,2; 5,6).
Por este motivo Dios lo exaltó. Por eso, en su Nombre tenemos la salvación. Al seguir su ejemplo de obediencia humilde en las pruebas y cruces de nuestras vidas, sabemos que nunca seremos abandonados; y que un día también estaremos con Él en el paraíso (cfr. Lc 23,42).