Lecturas:
Hechos 4, 32-35
Salmo 118, 2-4, 13-15, 22-24
1 Juan 5, 1-6
Juan 20, 19-31
Tres veces en el Salmo de hoy gritamos victoriosos, “La misericordia de Dios es eterna.” En verdad hemos conocido el amor eterno de Dios, quien ha venido a nosotros como Salvador. Por la sangre y agua que fluyeron de su costado traspasado (véase Juan 19,34), hemos sido hechos hijos e hijas de Dios, como lo dice la epístola de hoy.
Pero nunca conocimos a Jesús en persona, ni lo escuchamos predicar, ni lo vimos resucitar de entre los muertos. Su palabra de salvación vino a nosotros en la Iglesia- por medio del ministerio de los apóstoles, quienes en el evangelio de hoy son enviados así como Él fue enviado.
Él fue un Espíritu que da vida (véase 1 Corintios 15,45) y llena a sus apóstoles de ese Espíritu. Como escuchamos en la primera lectura de hoy, ellos dieron testimonio de su resurrección con gran poder. Por medio de su testimonio, transmitido a la Iglesia a través de los siglos, sus enseñanzas y tradiciones llegan a nosotros (véase Hechos 2,42).
Encontramos al Señor así como los apóstoles lo encontraron- al partir el pan en el día del Señor (véase Hechos 20,7; 1 Corintios 16,2; Apocalipsis 1,10).
Hay algo litúrgico de la manera en que los acontecimientos del evangelio de hoy se desenvuelven. Es como si Juan nos estuviese demostrando como es que el Señor resucitado viene a nosotros en la liturgia y los sacramentos. Ambas escenas ocurren en un domingo al atardecer. Las puertas están cerradas con seguro pero aun así, Jesús entra misteriosamente. Los saluda, “La paz esté con ustedes,” siendo el saludo de todo mensajero divino (véase Daniel 10,19; Jueces 6,23). Les demuestra pruebas de su presencia física. Y en ambas noches los discípulos responden con alegría al recibir a Jesús como su “Señor”.
Acaso ¿no es esto lo que sucede en cada Misa—donde Nuestro Señor nos habla con su Palabra y nos da a sí mismo en el sacramento de su cuerpo y sangre?
Acerquémonos pues al altar con alegría, sabiendo que cada Eucaristía es el día que Dios ha hecho—cuando la victoria de la Pascua es una maravilla para nuestros ojos.