Lecturas:
Éxodo 34, 4–6.8–9
Daniel 3, 52–56
2 Corintios 13, 11–13
Juan 3,16–18
Frecuentemente comenzamos la Misa con la oración tomada de la epístola de hoy: “La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo estén con ustedes”. Alabamos al Dios que se ha revelado a Sí mismo como Trinidad, como comunión de personas.
La comunión con la Trinidad es la meta de nuestra adoración y el propósito de la historia de la salvación que comienza en la Biblia y continúa en la Eucaristía y en los sacramentos de la Iglesia.
En la primera lectura vemos los inicios de la autorevelación de Dios, cuando pasa frente a Moisés y proclama su nombre santo. Israel había pecado en adorar al becerro de oro (cf. Ex 32). Pero Dios no los condena a perecer, sino que proclama su misericordia y fidelidad a su alianza.
Dios amó a Israel como su primogénito entre las naciones (cf. Ex 4,22). Por medio de Israel—heredero de su alianza con Abraham—, Dios planeó revelarse como el Padre de todas las naciones (cf. Gn 22,18).
El recuerdo de la prueba de alianza que Dios pidió a Abraham—y la obediencia fiel de Abraham—es el trasfondo del Evangelio de este día. Al ordenarle a Abraham que le ofreciera su amado hijo único (cf, Gn 22,2.12.16), Dios nos estaba preparando para la más completa revelación de su amor por el mundo. Así como Abraham estaba dispuesto a ofrecer a Isaac, Dios no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros (cf. Rm 8,32).
Con ello reveló lo que sólo a Moisés fue descubierto parcialmente, que su bondad perdura por mil generaciones, que perdona nuestro pecado y nos toma de vuelta como pueblo de su propiedad (cf. Dt 4,20; 9,29).
Jesús se humilló a sí mismo hasta morir en obediencia a la voluntad de Dios. Y por esto, el Espíritu de Dios lo levantó de la muerte (cf. Rm 8,11) y le dio un nombre que está sobre todo nombre (cf. Fl 2,8–10).
Ese es el nombre que glorificamos en el salmo de hoy: el nombre de nuestro Señor, el Dios que es Amor (cf. 1Jn 4,8.16).