Lecturas:
Hechos 1,12–14
Salmo 27,1.4. 7–8
1 Pedro 4,13–16
Juan 17,1–11
La primera lectura inicia cuando Jesús ha sido llevado al cielo. Sus discípulos, incluyendo los Apóstoles y María regresan a la sala de arriba donde Él celebró su Última Cena (cf. Lc 22,12).
Ahí, se dedican de un corazón a la oración, esperando al Espíritu que Jesús prometió que vendría sobre ellos (cf. Hch 1,8).
La unidad de la Iglesia primitiva en Jerusalén es un signo de la unicidad por la que Cristo ora en el Evangelio de hoy. La Iglesia ha de ser comunión en la tierra, espejo de la gloriosa unión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo en la Trinidad.
Jesús ha proclamado el nombre de Dios a sus hermanos (cf. Hb 2,13; Sal 22,23). Los profetas habían predicho su revelación y una nueva alianza por la cual toda carne tendría el conocimiento del Señor (cf. Jr 31,33–34; Hab 2,14).
Por la nueva alianza hecha en su Sangre y recordada en cada Eucaristía, conocemos a Dios como nuestro Padre. Esa es la vida eterna que Jesús promete. Y esa es la luz y la salvación que cantamos en el Salmo de hoy.
Así como Dios hizo brillar la luz en medio de la oscuridad cuando comenzó el mundo, Él nos ha iluminado en el Bautismo, haciéndonos criaturas nuevas, dándonos el conocimiento de la gloria de Dios en el rostro de Cristo (cf. Hb 10,32; 2 Co 4,6).
Nuestra nueva vida es un don del “Espíritu de gloria” del que escuchamos en la epístola de hoy (cf. Jn 7,38–39). Hechos uno en su Nombre, se nos ha dado un nuevo nombre “cristianos”, calificativo utilizado sólo aquí y en dos lugares más de la Biblia (cf. Hch 11,26; 28). Hemos de glorificar a Dios a pesar de que seremos insultados y sufriremos por su Nombre.
Pero mientras compartimos sus sufrimientos, sabemos que venceremos (cf. Ap 3,12) y nos regocijaremos cuando su gloria sea revelada de nuevo. Y habitaremos en la casa del Señor todos los días de nuestra vida.