Lecturas:
Génesis 15, 5-12.17-18
Salmo 27,1.7-9.13-14
Filipenses 3,17-4,1
Lucas 9,28-36
El Evangelio de hoy nos hace subir al monte con Pedro, Juan y Santiago. Ahí vemos a Jesús transfigurado, hablando con Moisés y Elías sobre su “éxodo”.
La palabra griega “éxodo” significa “partida”. Pero esa palabra se usa deliberadamente aquí para avivar nuestro recuerdo de cuando los israelitas escaparon de Egipto.
Jesús, mediante su muerte y resurrección, liderará un nuevo Éxodo que liberará no sólo a Israel, sino a toda raza y nación; ahora ya no del sometimiento al faraón, sino de la esclavitud del pecado y la muerte. Él guiará a toda la humanidad, no hacia la tierra que fue prometida a Abraham, sino a la patria celestial que Pablo describe en la primera lectura de hoy.
Moisés, el dador de la Ley de Dios, y el gran profeta Elías, fueron los únicos personajes del Antiguo Testamento que escucharon la voz y vieron la gloria de Dios en la cima de un monte (cfr. Ex 24, 15-18; 1 R 19, 8-18).
La escena de hoy rememora claramente la revelación de Dios a Moisés, quien traía tres acompañantes y cuyo rostro también brilló resplandeciente (cfr. Ex 24, 1; 34,29). Sin embargo en el Evangelio de hoy, cuando la nube divina desaparece, Moisés y Elías se han ido también. Solo Jesús permanece. El ha revelado la gloria de la Trinidad: la voz del Padre, el Hijo glorificado y el Espírítu representado en la nube brillante.
Jesús cumple todo aquello que Moisés y los profetas habían enseñado sobre Dios (cfr. Lc 24,27). El es el “elegido” anunciado por Isaías (cfr. Is 42,1; Lc 23,35); el “profeta como yo”, prometido por Moisés (cfr. Dt 18,15; Hch 3,22.23; 7,37). Pero Cristo es mucho más que eso: el Hijo de Dios (cfr. Sal 2,7; Lc 3,21-23).
“Escúchenlo”, nos dice la voz desde el interior de la nube. Si como Abraham, tenemos fe en sus palabras, también un día seremos conducidos a la “tierra de los vivos” que cantamos en el salmo de hoy. Compartiremos la resurrección de Cristo y nuestros cuerpos serán glorificados como el suyo, según nos promete Pablo.