Lecturas:
Deuteronomio 26,4-10
Salmo 91,1-2.10-15
Romanos 10,8-13
Lucas 4,1-13
En la escena épica del Evangelio de hoy, Jesús encarna en sí mismo la historia de Israel.
Ya hemos visto que, como Israel, Jesús pasa a través del agua, y es llamado Hijo amado de Dios (cfr. Lc 3,22; Ex 4,22). Ahora, como Israel fue probado cuarenta años en el desierto, Jesús es conducido allí para ser probado durante cuarenta días y noches (cfr. Ex 15,25).
Cristo enfrenta las tentaciones que se le presentaron a Israel. Hambriento, es tentado a renegar contra Dios pidiéndole comida (cfr. Ex 16, 1-13). Como Israel que riñó en Masá, es tentado a dudar del cuidado de Dios (cfr. Ex 17, 1-6). Cuando el Diablo le pide que le rinda homenaje, es tentado a hacer lo mismo que Israel cuando fabricó el becerro de oro (Ex 32).
Jesús combate al Diablo con la Palabra de Dios, citando tres veces la lectura que hizo Moisés de las lecciones que Israel debía de haber aprendido en su errar por el desierto.
¿Por qué leemos esta historia el primer domingo de cuaresma? Porque, así como el signo bíblico del cuarenta (cfr. Gn 7,12; Ex 24,18; 34,28; 1R 19,8; Jon 3,4), los días de cuaresma son un tiempo de prueba y purificación.
La cuaresma existe para enseñarnos lo que oímos una y otra vez en las lecturas de hoy. “Me invocará y le responderé”, promete el Señor en el salmo de este domingo. Pablo promete lo mismo en su epístola (citando a Dt 30,14; Is 28,16; Jl 3,5).
Esta fue la experiencia de Israel, como recuerda Moisés a su pueblo en la primera lectura de este domingo. “Clamamos al Señor…y Él escuchó”. Pero, como lo fue Israel, todos nosotros somos tentados a olvidar las maravillas que Dios obra en nuestras vidas, y a abandonar nuestros derechos “de nacimiento” de hijos suyos amados.
Como la letanía de remembranzas que Moisés prescribe para Israel, debemos reconocer en la Misa un memorial de nuestra salvación, e “inclinarnos en su presencia”, ofreciéndonos en acción de gracias por todo lo que Él nos ha dado.