Lecturas:
2 Samuel 7,1–5.8–11.16
Salmo 89, 2–5.27.29
Romanos 16, 25–27
Lucas 1, 26–38
Lo que se le anuncia a María en el Evangelio de este domingo, es la revelación de todo lo que los profetas habían dicho. Es, como San Pablo declara en la epístola, el misterio mantenido en secreto desde antes de la creación del mundo (cf. Ef 1,9; 3,3–9).
María es la virgen de la que se profetizó daría a luz un hijo de la casa de David (cf. Is 7,13–14). Y casi cada palabra de las que le dice hoy el ángel evoca y hace eco de la larga historia de la salvación registrada en la Biblia. María es saludada como la hija de Jerusalén llamada a alegrarse de que su rey, el Señor Dios, ha venido a su interior como salvador poderoso (cf. So 3,14–17).
Aquel que ha de nacer de María será Hijo del “Altísimo”. Éste es un antiguo título divino usado para describir al Dios del sacerdote-rey Melquisedec, quien presentó pan y vino para bendecir a Abraham, en los albores de la historia de la salvación (cf. Gn 14,18–19).
El cumplirá la alianza que Dios hace con su elegido, David, en la primera lectura del domingo. Como cantamos en el salmo, Él reinará por siempre como el mayor de los reyes de la tierra, y llamará a Dios “mi Padre”.
Su reino no tendrá fin, tal y como lo había contemplado Daniel, quien vio al Altísimo dar poder eterno al Hijo del Hombre (cf. Dn 4,14; 7,14). Él ha de gobernar sobre la “casa de Jacob” –título usado por Dios cuando hizo su alianza con Israel en el Sinaí (cf. Ex 19,3) y también al prometer que todas las naciones adorarían al Dios de Jacob (cf. Is 2,1–5).
Jesús se ha dado a conocer, nos dice San Pablo en la primera lectura, para traer todas las naciones a la obediencia de la fe. Nosotros en esta semana, con María, estamos llamados a maravillarnos por todo lo que Dios ha hecho a través de los siglos por nuestra salvación. Y también debemos responder a su anunciación con obediencia humilde, deseando que se haga su voluntad en nuestras vidas, según su Palabra.