Lecturas:
Génesis 12,1–4
Salmo 33,4–5.18–20.22
2 Timoteo 1,8–10
Mateo 17,1–9
El Evangelio de hoy retrata a Jesús como un nuevo y más grande Moisés.
También Moisés tomó tres acompañantes, subió con ellos al monte y al día setenta fue eclipsado por la nube brillante de la presencia de Dios. También él habló con Dios y su cara y ropas se hicieron radiantes en ese encuentro (cf. Ex 24,34).
Pero en la liturgia cuaresmal de hoy, la Iglesia quiere que miremos hacia atrás, más allá de Moisés. Más aún, nos invita a contemplar lo que la epístola de hoy llama: “el designio … desde antes de todos los siglos”.
Dios, con las promesas que hace a Abrán en la primera lectura de hoy, formó el pueblo por medio del cual Él se revelaría a sí mismo y concedería sus bendiciones a toda la humanidad.
Más tarde, Dios elevó sus promesas a alianzas eternas y cambió el nombre de Abrán por Abrahán, prometiéndole que sería padre de una multitud de naciones (cf. Gn 17,5). En recuerdo de su alianza con Abrahán, hizo surgir a Moisés (cf. Ex 2,24; 3,8), y más adelante juró un reino eterno a los hijos de David (cf. Jr 33,26).
En la transfiguración de Jesús que leemos hoy, Él se revela como Aquel en quien Dios cumple su plan divino, trazado desde antiguo.
Jesús no es sólo un nuevo Moisés, sino el “hijo amado” prometido a Abrahán y prometido nuevamente a David (cf. Gn 22,15–18; Sal 2,7; Mt 1,1).
Moisés predijo que vendría un profeta como él a quien Israel escucharía (cf. Dt 18,15–18); e Isaías, un siervo ungido en quien Dios estaría complacido (cf. Is 42,1). Jesús es ese profeta y siervo, como la Voz en el monte nos dice el día de hoy.
Por la fe hemos sido hechos hijos de la alianza hecha con Abrahán (cf. Ga 3,7–9; Hch 2,25). También a nosotros Él nos llama a la santidad, a seguir a su Hijo hacia la patria celestial que nos ha prometido. Sabemos, como cantamos en el salmo de hoy, que quienes esperamos en Él seremos librados de la muerte.
Por tanto, como nuestro padre en la fe, debemos seguir adelante mientras el Señor nos dice: “¡Escúchenlo!”.