Lecturas:
Éxodo 24, 3-8
Salmo 116,12-13, 15-18
Hebreos 9,11-15
Marcos 14,12-16, 22-26
Las lecturas de este día se ubican en el contexto de la Pascua. La primera de ellas recuerda la Antigua Alianza efectuada en el Sinaí después de la primera pascua y del éxodo.
Al rociar la sangre de la Alianza sobre los Israelitas, Moisés simbolizaba el deseo de Dios de hacerlos parte de su familia, de su sangre.
Citando a Moisés en el Evangelio de este domingo, Jesús da una nueva dimensión a este símbolo de la Alianza, elevándolo a una realidad extraordinaria : En la Nueva Alianza hecha con la Sangre de Cristo, podemos verdaderamente hacernos uno con su Cuerpo y Sangre.
La primera alianza hecha con Moisés e Israel en el Sinaí fue apenas una sombra de la Alianza, nueva y mayor, hecha por Cristo con toda la humanidad en el Cenáculo (cfr. Hb 10,1).
La Pascua que Jesús celebra con sus doce apóstoles actualiza y hace real lo que solamente fue un símbolo : el sacrificio de Moisés en el altar de doce pilares. Lo que Jesús hace hoy es establecer a su Iglesia como la Nueva Israel y su Eucaristía como el nuevo culto al Dios vivo.
Al ofrecerse a Sí mismo a Dios por el Espíritu Santo, Jesús libera a Israel de los pecados de la Antigua Alianza. Como escuchamos en la epístola de hoy, Él nos ha purificado por medio de su sangre, y nos ha hecho capaces de rendir un culto verdadero.
Dios no quiere obras muertas ni sacrificios de animales. Quiere nuestra carne y sangre—es decir, nuestras vidas—consagradas a Él, ofrecidas como sacrificio viviente. Ese es el sacrificio de alabanza y acción de gracias del que habla el salmo de hoy. Esto es la Eucaristía.
Lo que hacemos en memoria Suya es entregar nuestras vidas a Cristo y renovarle nuestro compromiso de servirle y ser fieles a su Alianza.
No hay otra cosa que podamos ofrecerle a cambio de la herencia eterna que él nos ha ganado. Por tanto, acerquémonos al altar para invocar su Nombre en acción de gracias y alzar «la copa de la victoria» (Sal 116,13).