Lecturas:
Sofonías 2,3; 3,12-13
Salmo 146,6-10
1 Corintios 1,26-31
Mateo 5,1-12
En las lecturas desde la Navidad, Jesús se ha revelado como el nuevo hijo real (rey) de David e Hijo de Dios. Él fue enviado para dirigir un nuevo éxodo que saque a Israel de la esclavitud a las naciones, y traer a todas las naciones hacia Dios.
Como Moisés condujo a Israel desde Egipto cruzando el mar, para darle la Ley de Dios en el monte Sinaí, así Jesús también ha cruzado las aguas en el bautismo. Ahora, según nos dice el Evangelio de hoy, va al monte para proclamar la nueva ley, la ley de su Reino.
Las Bienaventuranzas marcan el cumplimento de la promesa de la alianza hecha por Dios a Abraham: que por medio de su descendencia, todas las naciones del mundo recibirían las bendiciones de Dios (cf. Gn 12,3; 22,18).
Jesús es el hijo de Abraham (cf. Mt 1,1). Y por la sabiduría con la que habla hoy, concede las bendiciones del Padre sobre “los pobres de espíritu”.
Dios ha querido bendecir a los débiles y humildes, a los necios y despreciables ante los ojos del mundo, nos dice San Pablo en su epístola de hoy. Los pobres de espíritu son aquellos que saben que no pueden hacer nada para merecer la misericordia y la gracia de Dios. Son el resto humilde que menciona la primera lectura, la cual nos enseña a buscar refugio en el nombre del Señor.
Las Bienaventuranzas revelan la senda divina y el propósito de nuestras vidas. Todos nuestros esfuerzos deben enfocarse a conseguir estas virtudes: ser pobres de espíritu; mansos y humildes de corazón; misericordiosos y constructores de paz; buscadores de la rectitud que viene de vivir por la ley del Reino.
El camino que el Señor nos presenta hoy es de pruebas y persecución. Pero Él promete consolarnos en nuestra tristeza y darnos una gran recompensa.
El Reino que hemos heredado no es territorial, sino la tierra prometida del cielo. Es el Sión donde el Señor reina para siempre. Y, como cantamos en el salmo de hoy, sus bendiciones son para todos aquellos que esperan en Él.