Lecturas:
Deuteronomio 30,10—14
Salmo 69,14.17.30—31.33-34.36—37
Colosenses 1,15—20
Lucas 10,25—37
Debemos amar a Dios y a nuestro prójimo con toda la fuerza de nuestro ser, como el erudito de la Ley responde a Jesús en el Evangelio de esta semana.
Este mandamiento no es lejano o misterioso, sino que está escrito en nuestros corazones y en el libro de la Sagrada Escritura. Moisés dice sobre el en la primera lectura de esta semana: “Cúmplelo”.
Jesús le dice lo mismo a su interrogador: “Haz esto y vivirás”.
El letrado, sin embargo, quiere conocer hasta que punto le exige la ley. Eso es lo que le mueve a hacer la pregunta: “¿Quién es mi prójimo?”.
Con su compasión, el samaritano de la parábola de Jesús revela la misericordia infinita de Dios, que vino a nosotros cuando estábamos caídos en el pecado, cerca de la muerte, incapaces de levantarnos por nosotros mismos.
Jesús es la “imagen del Dios invisible”, nos dice la epístola de esta semana. En Él, el amor de Dios se nos ha hecho muy cercano. “Por la sangre de su Cruz” -esto es, al cargar con los sufrimientos de su prójimo en su propio cuerpo; y al ser desnudado, golpeado y dado por muerto- nos libró de las ataduras del pecado, nos reconcilió con Dios y entre nosotros.
Como el samaritano, Él paga por nosotros, nos sana de las heridas del pecado, derrama sobre nosotros el aceite y vino de los sacramentos, y nos confía al cuidado de su Iglesia hasta cuando regrese por nosotros.
Ya que su amor no conoce límites, el nuestro tampoco puede conocerlos. Hemos de amar como hemos sido amados; hemos de hacer por los demás lo que Él ha hecho por nosotros, reuniendo todas las cosas en su Cuerpo, la Iglesia.
Hemos de amar como el salmista de esta semana, como aquellos cuyas oraciones han sido escuchadas; como aquellos cuyas vidas han sido salvadas, han conocido el día de su favor y han visto la gran misericordia de Dios volverse hacia ellos.
Este es el amor que nos guía hacia la vida eterna, el mismo que Jesús exige al Escriba y a cada uno de nosotros: “Vete y haz tú lo mismo”.