Lecturas:
Sirácida 3, 2-6,12-14
Salmo 128, 1-5
Colosenses 3, 12-21
Lucas 2, 41-52
¿Porque quiso Jesús hacerse un bebé, tener una madre y un padre, y vivir casi toda su vida en una familia sencilla? En parte, lo hizo para revelar el plan de Dios de que toda la gente viva como una “sagrada familia”, congregada en su Iglesia (cfr. 2Co 6, 16-18). En la Sagrada Familia de Jesús, Maria y José, Dios nos enseña nuestro verdadero hogar. Quiere que vivamos como sus hijos, “elegidos, santos y bien amados”, como dice la primera lectura.
Los consejos familiares que escuchamos en las lecturas de hoy—para madres, padres e hijos—son muy sólidos y prácticos. Los hogares felices son el fruto de quienes son fieles al Señor, como cantamos en el salmo de hoy. Más aún, la liturgia nos invita a ver cómo, mediante nuestras obligaciones y relaciones familiares, nos convertimos en heraldos de la familia de Dios que Él mismo quiere establecer en la tierra.
Jesús nos enseña esto en el Evangelio de hoy. El estar sujeto a sus padres terrenales fluye directamente de su obediencia a la voluntad de su Padre celestial. No aparecen los nombres de José y María, pero la lectura se refiere a ellos tres veces como “sus padres”, y también separadamente, como su “madre” y su “padre”. Se pone un énfasis especial en los lazos familiares de Jesús. Pero estos vínculos son remarcados solamente para dar paso a la enseñanza que Jesús dará con las primeras palabras que pronuncie en el evangelio de San Lucas de hoy, que la paternidad de Dios es más importantes que el parentesco terrenal.
En lo que Jesús llama “la casa de mi Padre”, cada familia encuentra su verdadero sentido y propósito (cfr. Ef 3, 15). El “Templo” del que nos habla el Evangelio hoy es la casa de Dios; su morada (cfr. Lc 19, 46). Pero es también una imagen de la Iglesia, que es la familia de Dios (cfr. Ef 2,19-22); Hb 3,3-6; 10,21).
En nuestros hogares, debemos edificar esa casa, esa familia, este templo vivo de Dios. Hasta que Él ponga de nuevo su nueva morada entre nosotros, y diga de cada persona “Yo seré su Dios y el será mi hijo” (Ap 21, 3.7).