Lecturas:
Isaías 50,4–7
Salmo 22,8–9.7–20.23–24
Filipenses 2,6–11
Mateo 26,14–27,66
“Todo esto ha sucedido para que se cumpla lo que escribieron los profetas”, dice Jesús en el Evangelio de hoy (cf. Mt 26,56).
Más aún, hemos alcanzado el clímax del año litúrgico, la cumbre más alta de la historia de la salvación, cuando está por cumplirse todo lo que había sigo predicho y prometido.
Cuando concluya el extenso Evangelio de hoy, la obra de nuestra redención se habrá cumplido, la nueva alianza se escribirá con la sangre de su Cuerpo quebrantado, colgado de la cruz en el “lugar de la Calavera”.
En su Pasión, Jesús es “contado entre los malhechores”, como Isaías había predicho (cf. Is 53,12). Él es revelado definitivamente como el Siervo Sufriente que anunció el profeta, el Mesías tan esperado cuyas palabras de fe y obediencia resuenan en la primera lectura y en el salmo de hoy.
Los insultos y tormentos de la primera lectura y el salmo recurren en el Evangelio: Jesús es golpeado y hecho blanco de burlas (cf, Mt 27,31); sus manos y pies son taladrados; sus enemigos se sortean sus vestiduras (cf. Mt 27,35); y lo retan a probar su divinidad salvándose del sufrimiento (cf. Mt 27,39-44).
Él permanece fiel la voluntad de Dios hasta el final, no se vuelve atrás durante la prueba. Se entrega libremente a sus perseguidores confiado en que, como dice la primera lectura, “El Señor Dios es mi auxilio…no quedaré avergonzado”.
Como hijos de la desobediencia de Adán, estábamos destinados al pecado y a la muerte, pero hemos sido liberados para la santidad y la vida por la obediencia perfecta de Cristo a la voluntad del Padre (cf. Rm 5,12-14.17-19; Ef 2,2.5.6.
Por esta razón Dios lo exaltó grandemente. Por eso tenemos la salvación en su nombre. Sabemos que al seguir su ejemplo de humildad y obediencia en las pruebas y cruces de nuestras vidas, no quedaremos abandonados. Sabemos, como el centurión del que nos habla hoy el Evangelio, que verdaderamente este es el Hijo de Dios (cf. Mt 27,54).