Lecturas:
Zacarías 9, 9–10
Salmo 145, 1–2.8–11.13–14
Romanos 8, 9.11–13
Mateo 11, 25–30
En el Evangelio de esta semana, se nos da una semblanza de Jesús como un nuevo y más grande Moisés.
Moisés, el hombre más humilde que había sobre la tierra (cf. Nm 12,3), era amigo de Dios (cf. Éx 34,12.17). Sólo él trataba con Dios “cara a cara” (cf. Dt 34,10). Y Moisés le dio a Israel el yugo de la Ley, por la cual Dios se reveló, primero a Sí mismo y después el modo como debemos vivir (cf. Jr 2,20; 5,5).
También Jesús es manso y humilde. Pero él es más que un amigo de Dios. Es el Hijo, el único que conoce al Padre. También es más que un legislador; hoy se nos presenta como el yugo de una nueva Ley y como la Sabiduría revelada de Dios.
Como la Sabiduría que es, Jesús estaba presente desde antes de la creación del mundo, como el primogénito de Dios, el Padre y Señor del cielo y de la tierra (cf. Pr 8,22; S 9,9). Y nos da el conocimiento de las cosas santas del reino de Dios (cf. S 10,10).
De acuerdo a la gentil voluntad del Padre, Jesús revela estas cosas sólo a los que son como niños; a los que se humillan ante Él como niños pequeños (cf. Si 2,17). Solamente ellos pueden reconocer y recibir a Jesús como el salvador justo, como el rey humilde prometido a la hija Sión, Israel, en la primera lectura de este domingo.
También nosotros estamos llamados a tener esa fe de niños y a confiar en la bondad del Padre, como hijos del nuevo reino: la Iglesia.
En la epístola de este domingo, San Pablo nos exhorta a vivir por el Espíritu que recibimos en el bautismo (cf. Ga 5,16), sepultando nuestros viejos modos de pensar y actuar. Nuestro “yugo” es cumplir Su nueva ley de amor (cf. Jn 13,34), por la cual entramos en el “resto” de su reino.
Como cantamos en el salmo de este domingo, esperamos alegremente el día en que bendeciremos su Nombre para siempre, en el reino que perdura por los siglos. Este es el descanso sabático prometido por Jesús, anticipado primero por Moisés (cf. Ex 20,8–11), pero que aún queda para el pueblo de Dios (Hb 4,9).