Lecturas:
Isaías 25, 6–10
Salmo 23, 1–6
Filipenses 4,12–14.19–20
Mateo 22,1–14
La parábola que Nuestro Señor nos da en el Evangelio de esta semana es nuevamente un claro compendio de la historia de la salvación.
Dios es el rey (cf. Mt 5,35), Jesús es el novio (cf. Mt 9,15), el banquete es la salvación y la vida eterna que Isaías profetiza en la primera lectura de este domingo. Los israelitas son los primeros que Dios ha invitado por medio de sus siervos, los profetas (cf. Is 7,25). Al rechazar continuamente las invitaciones de Dios, Israel ha sido castigado y su ciudad ha sido conquistada por ejércitos extranjeros.
Ahora, establece claramente Jesús, Dios ha enviado nuevos siervos, sus Apóstoles, para llamar no sólo a los israelitas, sino a todos los pueblos—buenos y malos—al banquete de su reino. Esa es una imagen de la Iglesia, a la que Jesús compara en otras partes con un campo sembrado de trigo y cizaña, o con una red de pesca en la que han caído tanto peces buenos como malos (cf. Mt 13,24–43; 47,50).
Hemos sido llamados a este gran banquete de amor en la Iglesia donde, como Isaías predijo, ha sido destruido el velo que una vez separó a las naciones de las alianzas de Israel; donde el muro divisorio de la enemistad ha sido derrumbado por la sangre de Cristo (cf. Ef 2,11–14).
Como cantamos en el salmo de esta semana, el Señor nos ha guiado a su banquete, ha refrescado nuestras almas con las aguas del bautismo, ha preparado la mesa ante nosotros en la Eucaristía. Como San Pablo nos dice en la epístola, en la espléndida riqueza de Cristo encontraremos satisfacción para cualquiera de nuestras necesidades. Y en el rico alimento de su Cuerpo, y el precioso vino que es su Sangre, pregustamos el banquete eterno de la Jerusalén celestial, en que Dios destruirá la muerte para siempre.
Pero, ¿llevamos un traje adecuado para el banquete?¿Estamos revestidos con prendas de justicia? (cf. Ap 19,8). Jesús advierte que no todos los llamados serán escogidos para la vida eterna. Asegurémonos de vivir en modo digno de la invitación que hemos recibido (cf. Ef 4,1).