Lecturas:
Deuteronomio 6, 2-6
Salmo 18, 2-4.47. 57
Hebreos 7, 23-28
Marcos 12, 28-34
El amor es la única ley en la cual debemos vivir. Y, al mismo tiempo, es el cumplimiento de la Ley que Dios le revela a Moisés en la primera lectura de hoy (cfr. Rm 13, 8-10; Mt 5, 43-48).
La unidad de Dios—la verdad de que es un solo Dios: Padre, Hijo, y Espíritu Santo—implica que lo tenemos que amar con un amor único; amor que nos lleve a servirle con todo el corazón, la mente, el alma y las fuerzas.
Lo amamos porque El nos ha amado primero. Amamos a nuestro prójimo porque no podemos amar a Dios, a quien no hemos visto, si no amamos aquellos que fueron creados a su imagen y semejanza; a quienes sí hemos visto (cfr. 1 Jn 4, 19-21).
Y estamos llamados a imitar el amor que Cristo nos mostró cuando entregó su vida en la cruz (cfr. 1 Jn 3, 16). Como escuchamos en la epístola de hoy, mediante su perfecto sacrificio en la cruz, El ha puesto a nuestro alcance, de una vez por todas, la posibilidad de acercarnos a Dios.
No hay amor más grande que el de quien da la vida por otros (cfr. Jn 15, 13). Talvez por ello Jesús, en el Evangelio de este domingo, le dice al escriba que no está lejos del reino de Dios.
El escriba reconoce que los holocaustos y sacrificios de la Antigua Ley buscaban enseñar a Israel que lo que Dios quiere es amor (Os 6,6). Los animales ofrecidos en sacrificio eran símbolo de nuestro propio sacrificio, de nuestra donación total, que es lo que Dios realmente desea.
Las lecturas de hoy interpelan nuestros corazones. ¿Tenemos otros amores que bloquean nuestro amor a Dios? ¿Amamos a nuestros enemigos y oramos por los que nos persiguen (cfr. Mt 5, 44)?
Digámosle al Señor que lo amamos, como cantamos en el salmo de hoy. Y escuchemos de corazón su Palabra, para que podamos prosperar y tener la vida eterna en su Reino, el hogar celestial donde mana leche y miel.