Lecturas:
Eclesiastés 1,2; 2,21–23
Salmo 95,1–2.6–7.8–9
Colosenses 3,1–5.9–11
Lucas 12,13–21
Confiar en Dios como la Roca de nuestra salvación, como el Señor que nos ha hecho su pueblo escogido, como nuestro pastor y guía: esa debería ser la evidencia de nuestro seguimiento de Cristo.
Como los israelitas a quienes recordamos en el salmo de esta semana, hemos hecho un éxodo al pasar por las aguas del Bautismo y quedar así liberados de nuestra esclavitud al pecado. Nosotros también peregrinamos hacia una patria prometida con el Señor en medio nuestro, que nos alimenta con pan del cielo y nos da aguas vivas para beber (cfr. 1 Co 10,1–4).
Debemos guardarnos contra la insensatez que hizo a los israelitas pelear contra Moises y Aaron y poner a prueba la bondad de Dios en Meribá y en Masá.
Podemos endurecer nuestros corazones en maneras más sutiles, aunque no menos destructivas: poniendo nuestra confianza en posesiones materiales; riñendo sobre herencias terrenales; engañándonos a nosotros mismos pensando que merecemos lo que tenemos; acumulando tesoros pensando que nos garantizarán descanso y seguridad.
Todo esto es “vanidad de vanidades”, una forma de vida falsa y fatal, como nos dice la primera lectura de esta semana.
Esa es la codicia contra la cual nos previene Cristo en el Evangelio de esta semana. La ansiedad y el trabajo esforzado del hombre rico reflejan su falta de fe en el cuidado y en la providencia de Dios. Por eso Pablo llama a la avaricia “idolatría” en la epistula de esta semana. Al confundir el “tener” con el “ser”, la “posesión” con la “existencia”, nos olvidamos de que Dios es el dador de todo lo que somos; exaltamos las cosas que podemos hacer o comprar por encima de nuestro Hacedor (cfr. Rm 1,25).
Jesús llama “necio” al hombre rico, expresión usada en el Antiguo Testamento para designar a quien se rebela contra Dios o lo ha olvidado (cfr. Sal 14,1).
Lo que más debemos atesorar es la nueva vida que nos ha sido dada en Cristo, y buscar las cosas de arriba, la herencia prometida del cielo. Debemos ver todas las cosas a la luz de la eternidad, conscientes de que Aquel que nos ha dado el aliento de vida podría, en cualquier momento—incluso esta misma noche—pedírnoslo de nuevo.