Lecturas:
Éxodo 22, 20–26
Salmo 18, 2–4.47.51
1 Tesalonicenses 1, 5–10
Mateo 22, 34–40
Jesús no vino a abolir el Antiguo Testamento, sino a cumplirlo (cf. Mt 5,17).
Y Él, en el Evangelio de hoy, revela que en el amor—a Dios y al prójimo—está el cumplimiento de toda la ley (cf. Rm 13,8-10).
Los israelitas devotos habían de cumplir los 613 mandamientos que se encuentran en los primeros cinco libros de la Biblia. Jesús dice hoy que todos ellos, así como la enseñanza de los profetas, se pueden resumir en dos versículos de la Ley (cf. Dt 6,5; Lv 19,18).
Jesús parece así resumir las dos tablas de piedra en las que Dios dejó grabado los diez mandamientos (cf. Ex 32, 15–16). La primera tabla exponía tres leyes concernientes al amor a Dios –como el mandamiento de no tomar su nombre en vano. La segunda contenía siete mandamientos sobre el amor al prójimo, como aquellos sobre el robo y el adulterio.
El amor es la bisagra que une las dos tablas de la ley. Pues no podemos amar a Dios, a quien no vemos, si no amamos a nuestro prójimo, a quien sí vemos (cf. 1Jn 4,20–22).
Pero este amor al que estamos llamados es mucho más que un simple afecto o un sentimiento cariñoso. Debemos darnos totalmente a Dios, amando con todo nuestro ser, con todo nuestro corazón, alma y mente. Nuestro amor al prójimo debe expresarse en acciones concretas, como las expuestas en la primera lectura.
Amamos porque Él nos amó primero (cf. Jn 4,19). Como cantamos en el salmo de hoy, Él ha sido nuestro libertador, nuestra fortaleza cuando no podíamos en modo alguno defendernos contra los enemigos del pecado y de la muerte.
Amamos al dar gracias por nuestra salvación. Y en esto nos convertimos en imitadores de Jesús, como San Pablo nos dice en la epístola de hoy, dejando de lado nuestra vida diariamente en lo grande y en lo pequeño, en lo que se ve y en lo oculto, ofreciéndola como continuo sacrificio de alabanza (cf. Jn 15,12–13; Hb 13,14).