Lecturas:
Isaías 53, 10-11
Salmo 33:4-5,18-20,22
Hebreos 4, 14-16
Marcos 10, 35-45
En el Evangelio que se nos presenta hoy, los hijos de Zebedeo no saben lo que están pidiendo. Su forma de pensar evoca el modo en que los gentiles gobiernan, con privilegios reales y honores.
Pero el camino al reino de Cristo es por la vía de su cruz. Para compartir su gloria, hemos de estar dispuestos a tomar de la copa de la que El bebe.
La copa (o “cáliz”) es una imagen que, en el Antiguo Testamento, se refiere al juicio de Dios. Los malvados tendrían que tomar de ella en castigo por sus pecados (cfr. Sal 75, 9; Jer 25, 15.28; Is 51.17). Pero Jesús ha venido a tomar esta copa en favor de toda la humanidad. Ha venido a ser bautizado—es decir, decir meterse o sumergirse—en los sufrimientos que hemos merecido por nuestros pecados (cfr. Lc 12, 50).
De este modo cumplirá la misión prefigurada por el Siervo Sufriente de Isaías, de quien leemos en la primera lectura de este domingo.
Como el Siervo de Isaías, el Hijo de Hombre dará su vida en ofrenda por el pecado, así como los sacerdotes de Israel ofrecieron sacrificios por los pecados del pueblo (Lv 5, 17-19).
Jesus es el Sumo Sacerdote celestial de toda la humanidad, como dice en la epístola de este domingo. Los Sumos Sacerdotes de Israel ofrecieron la sangre de cabritos y terneros en el santuario del Templo. Pero Jesús entró en el santuario del cielo con su propia Sangre (cfr. Hb 9, 12).
Y al cargar con nuestra culpa y ofrecer su vida para cumplir la voluntad de Dios, Jesús rescato “a muchos”, pagando el precio de la redención de la humanidad, liberándola de la esclavitud espiritual del pecado y a la muerte.
El nos ha librado de la muerte, como decimos con gozo en el salmo de hoy.
Debemos permanecer firmes en la profesión de nuestra fe, como nos exhorta la epístola de esta misa. Hemos de ver nuestras pruebas y sufrimientos como la parte que nos toca de la copa que Cristo prometió a los que creen en Él (cfr. Col 1, 24). Tenemos que recordar que hemos sido bautizados en su Pasión y Muerte (cfr. Ro 6, 3).