Lecturas:
Isaías 2,1–5
Salmo 122,1–9
Romanos 13,11–14
Mateo 24,37–44
En el Evangelio de hoy, Jesús exagera cuando dice que no conoce el día o la hora en que vendrá de nuevo.
En ciertas ocasiones, Él hace esas exageraciones para tocar un punto que de otra manera podríamos pasar por alto (cf. Mt 5,32; 23,9; Lc 14,26).
Su punto acá es que la “hora” exacta no es importante. Lo crucial es que no dejemos nuestro arrepentimiento para después, que estemos preparados – espiritual y moralmente – para cuando Él venga. Pues de seguro llegará, según nos dice, como ladrón en la noche, como el diluvio en tiempos de Noé.
También San Pablo, en su epístola de hoy, compara la época actual con un tiempo de tinieblas y noche avanzada.
Aunque estamos en la oscuridad, en sombras de muerte, hemos visto levantarse la gran luz de nuestro Señor, que ha venido en medio de nosotros (cf. Mt 4,16; Jn 1,9; 8,12). Él es la luz verdadera, la vida del mundo. Y su luz sigue brillando en su Iglesia, la nueva Jerusalén prometida por Isaías en la primera lectura de hoy.
En la Iglesia, todas las naciones acuden al Dios de Jacob; a adorar y buscar sabiduría en la Casa de David. De la Iglesia proviene la luz del Señor, su palabra instructora para que todos puedan andar Sus caminos hacia el día eterno en que la noche dejará de existir (cf. Ap 22,5).
Por nuestro Bautismo hemos sido constituidos hijos de la luz y del día (cf. Ef 5,8; 1 Ts 5,5–7). Es tiempo de que comencemos a vivir de acuerdo a ello, apartando las estériles obras de las tinieblas y los deseos de la carne, caminando por la luz de Su gracia.
La hora es avanzada al comenzar un nuevo Adviento. Comencemos de nuevo en esta Eucaristía.
Como cantamos en el salmo de hoy, vayamos con alegría a la casa del Señor. Demos gracias a su Nombre, vigilando su venida, sabedores de que nuestra salvación está más cerca ahora que cuando creímos por primera vez.