Lecturas:
Job 7, 1–4; 6–7
Salmo 147, 1–6
1 Corintios 9, 16–19; 22–23
Marcos 1, 29–39
En la primera lectura del domingo, el libro de Job describe la futilidad de la vida antes de la llegada de Cristo.
Su lamento nos recuerda el castigo de duro trabajo y muerte que cayó sobre Adán después de su pecado (Gn 3,17-19). Desde entonces, los hombres y mujeres son como esclavos bajo el sol buscando la sombra, incapaces de encontrar descanso. Sus vidas son como el viento que viene y va.
Pero, como cantamos en el salmo, El que creó las estrellas prometió sanar los corazones quebrantados y reunir a los exiliados de su presencia (Is 11, 12; 61,1). Esa promesa se ve cumplida en el Evangelio de este domingo.
La suegra de Simón representa esa humanidad sufriente y sin esperanza que describe Job. Ella está postrada por la enfermedad, demasiado débil para salvarse a sí misma.
Pero, ya que Dios prometió tomar de la mano a sus elegidos (Is 42, 6), Jesús la agarra de la mano y le ayuda a incorporarse.
La palabra griega que describe esta acción de Cristo se traduce como levantar. Ese mismo verbo se utiliza en el pasaje de la resurrección de la hija de Jairo (Mc 5,41-42) y también en la narración de su propia resurrección (Mc 14, 28; 16,7).
Lo que Jesús ha hecho por la suegra de Simón, lo ha hecho también por toda la humanidad: levantarnos a todos los que yacíamos muertos por nuestros pecados (Ef 2,5).
Es importante notar la abundancia de palabras que hablan de totalidad en el Evangelio. Congrega a todo el pueblo. Todos los enfermos le son traídos. Él saca demonios en toda Galilea. Todos buscan a Cristo.
Nosotros también lo hemos encontrado. Mediante el bautismo nos sanó y levantó para vivir en su presencia (Os 6,12).
Como la suegra de Pedro, sólo hay una manera de agradecerle la nueva vida que nos ha dado: debemos levantarnos y servirle a El y a su Evangelio.
Nuestra mejor acción de gracias es ofrecer nuestra propia vida al servicio del evangelio, como Pablo nos dice en la epístola de este domingo. Debemos dar a todos la Buena Noticia, aquello por lo que Cristo ha venido: que todos puedan participar de su salvación.