Lecturas:
Isaías 22,15.19–23
Salmo 138,1–3.6.8
Romanos 11,33–36
Mateo 16,13–20
“¡Oh profundidad de la riqueza, la sabiduría y la ciencia de Dios!”, exclama San Pablo en la epístola de esta semana. También el salmo del domingo toma una triunfante expresión de alegría y gratitud. ¿Porqué? Porque en el Evangelio, el Padre celestial revela el misterio de su reino a Pedro.
Con Pedro, nos regocijamos de que Jesús es el hijo ungido prometido a David, de quien se había profetizado que construiría el templo del Señor y reinaría sobre un reino eterno (cf. 2 S 7).
Lo que Jesús llama “mi Iglesia” es el reino prometido al hijo de David (cf. Is 9,1–7). Como escuchamos en la primera lectura del domingo, Isaías predijo que las llaves del reino de David les serían entregadas a un nuevo Señor, que gobernaría al pueblo de Dios como un padre.
Sólo Jesús, la raíz y descendencia de David, tiene las llaves del reino (cf. Ap 1,18; 3,7; 2,16). Al entregarle esas llaves a Pedro, Jesús cumple esa profecía, estableciendo a Pedro—y a todos sus sucesores—como santo padre de su Iglesia.
Su Iglesia es también la nueva casa de Dios: el templo espiritual fundado sobre la “roca” de Pedro y construido con las piedras vivas que somos todos y cada uno de los creyentes.
Abraham fue llamado “la roca” de quien los hijos de Israel fueron labrados (cf. Is 51,1–2). Y Pedro viene a ser la roca de la cual Dios hace surgir nuevos hijos de suyos (cf. Mt 3,9).
La Palabra que usa Jesús—“iglesia” (ekklesia en griego)—fue usada en la traducción griega del Antiguo Testamento para referirse a la “asamblea” de los hijos de Dios posterior al éxodo (cf. Dt 18,16; 31,30).
Su Iglesia es la “asamblea de los primogénitos” (cf. Hb 12,23; Ex 4,23–24) establecida por el éxodo de Jesús (cf. Lc 9,31). Como los israelitas, somos bautizados en agua, guiados por la Roca y alimentados con comida espiritual (cf. 1Co 10,1–5).
Congregados en su altar, en la presencia de ángeles, cantamos su alabanza y le damos gracias a su Nombre santo.