Lecturas:
Isaías 11,1–10
Salmo 72,1–2.7–8.12–13.17
Romanos 15,4–9
Mateo 3,1–12
“Está cerca el reino de los cielos”, proclama Juan. Y la liturgia de hoy nos dibuja un vívido retrato de nuestro nuevo rey, así como del reino que Él nos ha venido a traer.
El Señor a quien Juan prepara el camino en el Evangelio de hoy, es el rey justo profetizado en la primera lectura y en el salmo de este día. Él es el hijo del rey, el hijo de David, un retoño del tronco de Jesé—el padre de David (cf. Rt 4,17).
Él será el Mesías ungido con el Espíritu Santo (cf. 2 S 23,1; 1 R 1,39; Sal 2,2), dotado con sus siete dones: sabiduría, entendimiento, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios.
Gobernará con justicia, salvando a los pobres de los malvados y despiadados. Su reinado no se limitará a Israel, sino que se extenderá de mar a mar, hasta los confines de la tierra. Será una luz, una señal para todas las naciones. Y ellas lo buscarán y le rendirán homenaje.
Todas las tribus de la tierra encontrarán bendición en Él. La alianza prometida a Abraham (cf. Gn 12,3), renovada en el juramento de Dios a David (cf. Sal 89,4.28), se cumplirá en su dinastía. Y su nombre será bendito por siempre.
En Cristo, Dios confirma el juramento que hizo a los patriarcas de Israel, nos dice San Pablo en su epístola de hoy. Pero las promesas de Dios ya no están reservadas únicamente para los hijos de Abraham. También los gentiles glorificarán a Dios por su misericordia. Ellos, que alguna vez fueron extranjeros, en Cristo serán incluidos en “las alianzas de la promesa” (Ef 2,12).
Juan da ese mismo mensaje en el Evangelio. Antes el pueblo escogido de Dios fue extraído de la roca de Abraham (cf. Is 51,1–2). Ahora Dios levantará piedras vivas (cf. 1 P 2,5): hijos de Abraham nacidos no de la carne ni de la sangre, sino del Espíritu.
Este es el significado del ardiente bautismo que Él nos trae y nos hace herederos reales del reino de los cielos: la Iglesia.