Considerar el precio: Scott Hahn reflexiona sobre el 23º Domingo de Tiempo Ordinario

San PabloLecturas:
Sabiduría 9,13–18
Salmo 90,3–6.12–17
Filemón 1,9–10.12–17
Lucas 14,25–33


Como un rey que se prepara para batalla o un constructor que está a punto de construir una torre, cuando nos disponemos a seguir a Jesús debemos considerar el precio de lo que ello implica.

En las lecturas de esta semana, Nuestro Señor nos dice francamente el sacrificio que exige seguirle. Sus palabras no están dirigidas a sus pocos escogidos, los Doce, sino a las “grandes multitudes”, a “todo aquel” que quiera ser su discípulo.

Eso hace que su llamada sea de lo más intransigente y duro. Hemos de “odiar” nuestras viejas vidas, renunciar a todas las cosas terrenas en las que confiamos, para escogerlo a Él por encima de toda persona o posesión. De nuevo nos dice que las cosas que tenemos –incluso nuestros lazos y obligaciones familiares—pueden convertirse en una excusa, un obstáculo que nos impide darnos completamente a Él (cfr. Lc 9,23–26; 57–62).

Jesús nos trae la sabiduría de salvación que se nos promete en la primera lectura de este domingo. Él es esa Sabiduría que salva.

Sobrecargados por nuestras preocupaciones terrenas, por los agobios de nuestro cuerpo y sus necesidades, nunca podríamos ver más allá de las cosas de este mundo ni detectar jamás el designio celestial ni las intenciones de Dios. Por eso, en su misericordia, nos manda su Espíritu, su Sabiduría de lo alto, para allanarnos el camino hacia Él.

Jesús mismo pagó el precio para liberarnos de la pena impuesta a Adán, que recordamos en el salmo de esta semana (cfr. Gn 2,7; 3,19). Ya no será una aflicción el trabajo de nuestras manos; ya no estamos destinados a volver al polvo.

Como Onésimo en la epístola de este domingo, hemos sido redimidos; se nos ha dado una nueva familia y heredad; hemos sido convertidos en hijos del Padre, hermanos y hermanas en el Señor.

Ahora somos libres de venir a Él, de servirle; no somos más esclavos de las ataduras de nuestras vidas pasadas. En Cristo, todo nuestro ayer ha pasado. Vivimos en lo que el salmo describe bellamente como el amanecer de su bondad. Por él se nos ha dado sabiduría de corazón, se nos ha enseñado a calcular nuestros años correctamente.